Llevo fuera de casa desde el 2017.
Eso son ocho años teniendo que hacer las cosas por mí mismo.
Ya sabes, cosas que la gente que aún vive en casa de sus padres (y que una parte de mí envidia profundamente) no conocen.
Cosas como limpiar, cocinar, planchar, comprar, echar cuatro dioses cuando llega la factura de la luz, cuando suben la del gas, cuando al casero le da por sumarte 100 euritos de nah…
Pero eh, de todas ellas, hay una que sobresale.
Una que es un verdadero dolor de huevos.
¿Sabes cuál?
El cocinar. Odio cocinar.
Por eso he intentado de todo, literalmente hablando.
He cocinado la comida de la semana entera en un solo día, dividiéndola en tuppers como si fuera un culturista, para que luego solo tuviera que calentarla en el micro.
También he probado a cocinar de más cuando toque, y congelarlo para esos días donde andas con más prisa.
Incluso mi pareja me engañó para cocinar en el momento, justo antes de cada comida.
Porque…
Porque lo recién cocinado sabe mejor, ¿no?
¡¡¡Y una mierda!!!
Lo que sabe mejor es lo que sale gratis o lo que te dan hecho.
Eso si que sabe bien.
Sobre todo si eres un manazas como yo, cuyo plato estrella es yogurt con anacardos y unos toques de canela.
No canela, no. Unos toques.
Echo la canela como el tipo ese que echa la sal dejándola caer por su codo.
Muchas veces he pensado que la solución pasa por pedir comida a domicilio, pero no de cualquiera, sino de esa saludable.
También tienes que calentarla pero oh, bendito problema.
No lo hago todavía porque en casa me siguen comiendo el tarro con que eso es innecesario.
Pero es cuestión de tiempo que consiga convencerla.
Hasta entonces, tendré con soñar con ello.
Con lo agradable, cómodo y prestoso que sería pedir algo y que te lo trajeran prácticamente hecho.
Algo como esto:
Copywriting radical